¿Cómo deberíamos llamar a esta era? No es la era de la información: el colapso de los movimientos por una educación popular dejó un vacío ocupado por la mercadotecnia y las teorías de la conspiración. Igual que las edades de piedra, de hierro y la del espacio, la era digital se expresa con gran elocuencia sobre nuestros artefactos, pero dice poco sobre nuestra sociedad. El periodo conocido como antropoceno, distinguido por la gran influencia humana sobre la biósfera, no es suficiente para distinguir a este siglo de los veinte anteriores. ¿Cuáles son los cambios sociales que distinguen a nuestra época de las precedentes? Para mí, es obvio que nos encontramos en la Era de la soledad.
Cuando Thomas Hobbes afirmó que en el estado de naturaleza, antes de que se creara la autoridad que nos mantiene bajo control, nos encontrábamos librando una guerra de «todo hombre contra todo hombre», no pudo haberse equivocado más. Desde el principio fuimos criaturas sociales, abejas mamíferas, que dependían por completo unas de otras. Los primeros hombres del este de África no habrían sobrevivido ni una noche por sí solos. Más que ninguna otra especie, somos moldeados por el contacto con los otros. La era en la que nos adentramos, en la que cada quien existe por sí solo, es distinta de todas las precedentes.
Hace unos meses leímos una noticia que afirmaba que la soledad se ha convertido en una epidemia entre los adultos jóvenes. Ahora sabemos que es también un padecimiento de gente de mayor edad. Un estudio de la organización caritativa Independent Age mostró que la soledad severa aqueja en Inglaterra a más de 700 mil hombres, y a más de 1.1 millones de mujeres mayores de 50 años, y que la cifra aumenta a una velocidad extraordinaria.
Ni una enfermedad como el ébola probablemente matará a tanta gente como esta enfermedad. El aislamiento social es una causa tan poderosa de muerte temprana como lo es fumar quince cigarros al día; las investigaciones apuntan a que la soledad es dos veces más mortífera que la obesidad. La demencia, la alta presión sanguínea, el alcoholismo y los accidentes —así como la depresión, la paranoia la ansiedad y el suicidio— presentan una mayor incidencia cuando no existe contacto con los demás. No podemos valernos por nosotros mismos.
Sí, se ha producido un cierre masivo de fábricas, la gente se desplaza en coche en lugar de transporte público, y prefiere ver videos en YouTube antes que ir al cine. Pero estas transformaciones no bastan para explicar la velocidad de nuestro colapso social. Estos cambios estructurales se han visto acompañados por una ideología que niega la vida, que refuerza y celebra nuestro aislamiento social. La guerra de cada hombre contra los demás —en otras palabras, la competencia y el individualismo— es la religión de nuestro tiempo, justificada por una mitología de llaneros solitarios, comerciantes solitarios, autoemprendedores, hombres y mujeres autosuficientes, que se las arreglan por sí solos. Para la criatura más social de todas, aquella que no puede prosperar sin amor, ya no existe la sociedad, tan sólo el individualismo heroico. Lo que cuenta es triunfar. El resto son daños colaterales.
Los jóvenes británicos ya no aspiran a ser conductores de tren o enfermeras: más de una quinta parte responde que sólo «quieren volverse ricos»: la riqueza y la fama son las únicas ambiciones del 40% de los encuestados. Un estudio gubernamental realizado en junio reveló que Inglaterra cuenta con la capital más solitaria de Europa. Somos menos propensos que los demás europeos a tener amigos cercanos o a conocer a nuestros vecinos. ¿Quién podría sorprenderse, dado que por todas partes se nos conmina a pelear como si fuéramos perros callejeros disputándose las sobras de un basurero?
Hemos modificado nuestro lenguaje para reflejar esta transformación. Nuestro más mordaz insulto es calificar a alguien como perdedor. Ya no hablamos de personas. Ahora los llamamos individuos. Este término alienante, que atomiza, se ha extendido tanto que ahora incluso las organizaciones caritativas que combaten la soledad lo utilizan para describir a las entidades bípedas que antes se conocían como seres humanos. Sin embargo, apenas podemos completar una frase sin alguna referencia personal. Personalmente (lo enfatizo para distinguirme de un muñeco de ventrílocuo), prefiero amigos personales a la variedad impersonal, y posesiones personales a las que no me pertenecen. Aunque es sólo mi preferencia personal, que también se conoce como mi preferencia.
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Las aspiraciones, que se incrementan conforme lo hace el ingreso, aseguran que el punto de llegada, la satisfacción sostenida, se aleja conforme nos aproximamos. Los mismos investigadores encontraron que quienes miran mucha televisión obtienen menor satisfacción de un nivel determinado de ingreso que quienes la ven poco. La televisión incrementa la velocidad de la caminadora hedonista, obligándonos a esforzarnos mucho más para obtener el mismo nivel de satisfacción. Tan sólo basta con pensar en las omnipresentes subastas televisadas a lo largo del día, en reality shows como Dragon’s Den o The Apprentice, o en la infinidad de competencias para trepar que el medio celebra, en la generalizada obsesión con la fama y la fortuna, en el sentido subyacente, al ver la televisión, de que la vida se encuentra en otra parte distinta de donde se encuentra uno. Con estos elementos es suficiente para comprender la insatisfacción general que dicho aparato tiende a producir en nosotros.
Entonces, ¿de qué se trata todo esto? ¿Qué ganamos participando en esta guerra de todos contra todos? Puede que la competencia traiga crecimiento, pero el crecimiento ya no nos vuelve más ricos. Datos recientes han mostrado que si bien el salario de los altos ejecutivos corporativos se ha incrementado más de cinco veces en el último año, los salarios de la clase trabajadora como tal han caído en términos reales en el mismo periodo. Los jefes ganan —perdón, obtienen— 120 veces más que el trabajador de tiempo completo promedio. (En el año 2000 era 47 veces más). E incluso si la competencia nos volviera más ricos, no nos hace más felices, pues la satisfacción obtenida de un incremento de los ingresos se vería mermada por el impacto aspiracional de la competencia.
El 1% más acaudalado posee el 48% de la riqueza global, pero incluso los pertenecientes a esa minúscula élite no están contentos. Una encuesta realizada por investigadores de Boston College entre gente con una riqueza total promedio de 78 millones de dólares concluyó que ellos también se encuentran asediados por la ansiedad, la insatisfacción y la soledad. Muchos aseguraron sentirse financieramente inseguros: para sentirse a salvo, pensaban necesitar, en promedio, alrededor de 25% más de dinero. (¿Y si lo obtuvieran? Sin duda querrían otro 25%). Uno de los que respondió a la encuesta dijo que no se sentiría seguro hasta que no tuviera mil millones de dólares en su cuenta bancaria.
A causa de todo esto, hemos despedazado la naturaleza, degradado nuestras condiciones de vida, y renunciado a nuestras libertades y oportunidades de satisfacción a favor de un hedonismo compulsivo, atomizado, que nos priva de todo goce y que, una vez que hemos consumido todo lo demás, nos hace consumirnos a nosotros mismos. Para conseguir esto, hemos destruido la esencia de la humanidad: nuestra capacidad para conectarnos.
Es cierto que existen paliativos, principalmente algunos programas inteligentes y alentadores llevados a cabo por organizaciones caritativas para ayudar a gente mayor que se encuentra aislada. Pero si hemos de romper este ciclo y vincularnos nuevamente, debemos confrontar el sistema que consume el mundo y su carne, en el que nos encontramos actualmente atrapados.
La condición presocial de Hobbes era un mito. Pero estamos entrando en una condición post-social que nuestros ancestros hubieran considerado imposible. Nuestras vidas se están volviendo horribles, brutales y demasiado largas.
© Guardian News & Media Ltd 2016
Traducción de Eduardo Rabasa
Foto de PetteriO en @Flickr