No conocía nada de Pink Floyd. No había tenido interés en conocerlo. Cuando era niño había conocido la música de Iron Butterfly, de los Doors, los Beatles, Don McLean, Led Zeppelin, Rolling Stones, Monkees, Elton John, Deep Purple, Grand Funk, Gino Vannelli, Doobie Brothers, pero nada de Pink Floyd. Y es que toda esta música la había conocido a través de mi hermano, seis años mayor que yo, de sus amigos y conocidos que aparecían con sus discos en la casa de mis papás.
Por mi parte, yo era generación pop. Cuando estaba solo optaba por escuchar lo que aparecía en la radio, en La Pantera, Radio Éxitos, Radio Capital, así que mi gusto era prácticamente comercial solo aderezado por estas filtraciones de jóvenes que, a su vez, eran “rockeros” de temporada, salvo algunas excepciones como mi amigo Martín y su hermano Carlos, que era como 10 años mayor que nosotros.
Carlos era clavadazo fan de los Beatles y de la psicodelia de finales de los sesenta, principio de los setenta. Viajaba todo el año a todos los grandes premios de Formula Uno y cuando regresaba a México siempre venia a la moda, en ropa, en forma de hablar, en la música que escuchaba. Fue el primer hippie que conocí, impresionado y fascinado al verlo con sus botas de plataforma, cabello largo a los hombros, chaleco, pantalones acampanados, colguijes, pulseras, barba, bigote desaliñados y un estilo único de hablar, mas cuando hablaba de la música que traía consigo y que nos ponía a Martín y a mi en el estéreo de su cuarto lleno de pósters de Hendrix, Jim Morrison, la famosa imagen de los Beatles en ‘Get Back’, Woodstock, Love Story, la icónica imagen del Che.
Mas clavado en el blues y en la protesta antiestablishment, Carlos era súper fánatico de Canned Heat, Ten Years After, Eric Clapton, BB King, Bob Dylan, Janis Joplin, Jimmi Hendrix, los Winter, con por supuesto toques psicodélicos de Jefferson Airplane, Grateful Dead, Genesis, y los infaltables The Who, Cream, y Beatles. Era entre miedo y encanto convivir en ese ambiente cargado de pachuli que siempre tenia esa sensación de estar haciendo “algo prohibido” subrayado por los sonidos del estéreo que no tenían nada que ver con la inofensiva música de esas estaciones de radio que yo escuchaba.
Así, Carlos se burlaba de mi preferencia musical, consecuencia de un oído comodino formado en la radio. Esta situación se prolongó por años, toda la década de los setenta, en donde el hippie de Carlos se convirtió en fotógrafo de Formula 1, Martín se clavo de lleno en la música para convertirse en un excelente armoniquista y yo continué con mi gusto comercial. Cada vez que nos veíamos surgía el debate sobre la música, aun cuando Martín se echaba sus bailes al ritmo de los Bee gees –¿quién no?- y Carlos se convirtió en un respetable padre de familia.
Pero llegó la universidad y en ella un grupo de “outsiders” que sentíamos que salíamos del estereotipo convencional de la Ibero y que nos agrupamos para vivir nuestra idea contemporánea de On The Road, “caifaneando” –como le llamábamos a nuestras incursiones nocturnas a los bares de ficheras en Avenida Chapultepec, a los asaltos exploratorios a vecindades de la Juárez, a la “gorra” que le aplicábamos a los compañeros adultos, novios de nuestras compañeras, que ingenuamente nos invitaban a bares o “discos” con la idea de que compartiríamos la cuenta y haciendo reuniones para escuchar música, “echar trago” y aspirar a escribir la nueva gran novela mexicana, “hacer una revolución comunista” –como afirmaba un miembro del grupo-, y crear la nueva comunicación nacional que rompiera con, cuando menos, Siempre en Domingo.
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Fue en una de estas reuniones, una tarde nublada entre semana, en una casa de la calle Patricio Sanz en la Colonia Del Valle, que en ceremonia chamanística entramos al mundo del conejo gracias a las finas artes de un miembro del grupo que había conseguido el medio adecuado. Recuerdo perfectamente como esa sensación de estar en el cuarto de Carlos, rodeado de posters, «…take a little piece of my heart now baby…..» a todo volumen, haciendo algo prohibido, regreso a mi vida 8, 9 años después.
La vista de la hierba prohibida, el papel de arroz, el encendido y ese olor, olor que se sumaba a la sensación de estar al margen de la sociedad “decente”, todo, era una sensación magnifica de subversión, de liberación, de emoción acompañada de la típica “desilusión” del “no siento nada… pero deja de inflarte y desinflarte… ja ja ja… de veras, no siento nada…. Nada, soy aire, solo aire… ja ja ja”… tirándome a la cama viendo el techo, sintiendo el contacto del aire con mi piel, el colchón suavizando mi peso, la luz envolviendo mi presencia, la descomposición de las ideas en formas individuales que vistas una a una tomaban otro sentido… «ninguna palabra puede reinventarse… ni reinventarse… ja ja ja…»
Y en medio del espesor de la educación, las buenas costumbres, la formación familiar, los códigos de conducta… que poco a poco iban cayendo liberando a los sentidos, todos los sentidos, los 12 o 15 sentidos del momento, se conecto a mi oído una formación musical aparentemente absurda que de repente tuvo sentido. Absoluto sentido. Un sentido que no necesitaba explicación. No pedía explicación, solo la apertura del oído, de la imaginación, a través de todos los parámetros convencionales, rigurosos, ensamblándose perfectamente en la rota geometría que en ese momento mi cerebro dejaba escapar. ‘Animals’ era el nombre del ruido que sonaba a una autentica revolución de colores auditivos que recordé, en medio del viaje, ya había escuchado, seguramente con Carlos y Martín y que no había entendido ni disfrutado, y que ahora eran mágicos sonidos que verdaderamente estaban acariciándome, divirtiéndome, seduciéndome, llevándome.
Cuando todo termino, mi sorpresa fue que la puerta había quedado abierta. Escuché el ‘Dark Side Of The Moon’, ‘Ummagumma’, ‘Wish You Were Here’, y esa sensación liberadora la volví a encontrar sin necesidad de ningún aditivo. Como si la primera experiencia de acercamiento a Pink Floyd libre de prejuicios, de parámetros rigurosos, me hubiera permitido aceptar sus sonidos, comprenderlos sin necesidad de explícarmelos, y disfrutarlos de ahí en adelante.
Aunque mi descubrimiento de Pink Floyd encuadra en el perfecto cliché, la verdad es que el seguimiento de su música a lo largo de todos estos años, me ha llevado por mundos maravillosos que reconfortan el alma en momentos de angustia, incrementan una buena tarde al sol sobre el mar, me han comunicado sensorialmente con seres humanos a través de nuestras emociones, seguro de estar escuchando una de las aportaciones mas descabelladas, geniales y bellas al mundo de la música de todos los tiempos.
Luis Gerardo Salas